El dialecto de la incomunicación
Escrita por Rodrigo Travieso. Fotografía de Alejandro Persichetti. En la masa de las individualidades solitarias de una gran ciudad como el New York del siglo pasado dos vidas se encuentran en un lugar aleatorio e intentan comunicarse.
Y aquella historia era cierta es una versión de la obra Hughie, escrita por Eugene O' Neil en 1942, aunque ambientada en los años 1920, esta vez llevada a la sala por Gustavo Bianchi. La obra es casi un monólogo de uno de los dos personajes que aparecen en escena, y transcurre en un pequeño hotel venido a menos de los suburbios de New York.
La escenografía no tan ostentosa pero ambientada perfectamente, la actuación de Moré y Estévez, y la esencia tan humana en torno a la que gira la obra, hace que aunque los nombres anglosajones se conserven, y la locación en la que transcurre la historia sea en la otra punta del continente, nos podamos sentir muy representados y cercanos a la performance.
Es fácil identificarse con Erie Smith (interpretado por Moré), quien en lo que dura la obra se la pasa contando fragmentos de la historia de su vida al empleado del hotel (Ignacio Estévez), quien más que escucharlo, cumple la función de estar ahí para servirle alcohol y en lo que verdaderamente piensa es en qué sucederá afuera mientras sus horas se hacen largas en la recepción del hotel.
La escenografía representa cuidadosamente un hotel lúgubre, con iluminación tenue, y da cuenta de no ser el lugar más lujoso de la ciudad. Además, podría funcionar también como un paralelismo psicocósmico, en el que no es solo el hotel lo que está derruido, sino también las vidas de los personajes.
El lenguaje corporal es casi igual de relevante que el verbal en la interpretación sobre todo de Moré, quien parece ubicar los sentimientos de Erie Smith en diferentes partes de la recepción.
A menudo, guiados por la iluminación y leve musicalización de la escena podemos distinguir cuando los personajes están "dialogando" entre ellos, de los momentos en los que están sumidos en su propia individualidad, hablando consigo mismos, que es lo que pasa más seguido en la escena. Aunque en realidad, incluso cuando Erie, el apostador, mentiroso y alcohólico que llega al lúgubre hotel le habla a Hughes (el recepcionista), se podría decir que en realidad está también hablando solo.
Pues aquello es como un monólogo en el que cuenta con aparente sinceridad sucesos de su vida personal, es casi una sesión de terapia la que se hace a sí mismo. Habla de algunos momentos felices, de otros tristes en los que llega a lagrimear, e incluso le cuenta a Hughes cómo solía engañar a Hughie, el anterior recepcionista, según él por compasión para "hacer más emocionante y divertida la vida de ese pobre diablo".
En un principio habla sobre el gran afecto que le tenía a Hughie, aunque lo llama todo el tiempo un "pobre diablo" y parece autoconvencerse de que las mentiras contadas sobre su supuesta vida emocionante, en la cual conocía a la mafia, a los más famosos apostadores a quienes engañaba audazmente y en la que movía grandes cantidades de dinero, eran para la excitación del recepcionista, y no para sentirse levemente más vivo.
Aunque la escenografía es estática y todo transcurre en el hotel, la obra nos traslada durante una hora por diversos lugares, donde los temas centrales son la paradójica soledad que se siente en las grandes, agitadas y superpobladas ciudades, la complejidad de las relaciones familiares y humanas en general, y de hecho la existencia misma.
La soledad se representa en los relatos de la vida personal de Erie, pero también está implícita en la forma de interactuar de los personajes, en la que, aunque uno de los dos llegue al punto del quiebre emocional, la indiferencia, o quizás la incapacidad empática de Hughes lo lleva a interpretar esto incluso como un chiste. Esto es lo que lleva a pensar una cuestión que trasciende la obra en sí misma, y es la siguiente: ¿Uno realmente puede ponerse en el lugar de Smith, o es al menos capaz de entenderlo.
La obra nos da una respuesta terrible, y es negativa. Pese a todos los intentos de Erie de ser sincero en sus anécdotas, y de contar las travesías emocionales y existenciales que ha cruzado, para el recepcionista todo esto es inteligible, porque sigue pensando profundamente en las afueras del recinto, y en cuánto faltará para terminar esa agobiante jornada.
Al final, el recepcionista termina escuchando lo que quiere escuchar, las mismas mentiras que escuchaba el anterior guardia, y Smith no solo se descargó de todas sus miserias, sino que ahora aprovecha la disposición de Hughes de escucharlo para mentir y divagar, y de este modo pone nuevamente en alto su autoestima.
En conclusión, cada uno termina en una posición favorable, y sin embargo la comunicación entre ambos ha sido nefasta, la autocomplacencia le ha ganado al entendimiento mutuo, y sin embargo ambos terminan felices, quizás de manera efímera, pero felices, al fin y al cabo. Muchas veces este es el objetivo vital perseguido, juzgar si esa felicidad es esencialmente verdadera, queda a criterio de cada espectador.