A contrapelo y con vigor
Crítica sobre "El Corsario" presentado en el Auditorio Adela Reta del 17 al 27 de mayo.
Escrita Eugenia Fajardo.
La resistencia del ballet en tiempos rupturistas
El frío montevideano de finales de Mayo invita a reestrenar bufandas, gorros, y en algunos casos guantes, pero no consigue inhibir el entusiasmo que danza invisible entre las butacas de la Sala Eduardo Fabini. Llegué sobre la hora pero aún a tiempo de observar el panorama: parejas varias, salidas de grupo, la primera visita de algún niño al ballet. Encuentros que por fin se concretan, esperas nerviosas porque la compañía no llega. Las disculpas por la demora, el abrazo y la sonrisa. El ballet como excusa para vernos.
"El Corsario" cerró su temporada 2018 con un total de 18300 espectadores en sus diez funciones. Versionada previamente en 2011 y estrenada en 2014 con un éxito histórico para el Ballet Nacional del Sodre, la producción incluso visitó Hong Kong en octubre del año pasado donde Hugo Millán - Diseñador de Vestuario y Escenografía - obtuvo un premio por su trabajo que hace de cada momento una pintura en movimiento.
Basado en la poesía de Lord Byron publicada en 1863, "El Corsario" instala sus tres actos en las playas del Mar Jónico, donde Conrad naufraga y se enamora de la joven Medora a quien el vendedor de esclavas Lankedem toma prisionera, incitando al corsario a iniciar una aventura de final feliz, aunque no exento de somníferos, traición y sangre.
Un navío atraviesa el escenario y el ambiente se tiñe de un protocolar respeto por la representación que resulta un tanto excesivo. Reconozco que me cuesta involucrarme en la historia y opto por seguir el hilo que guía mi pensamiento.
Mucho se habla del virtuosismo técnico del ballet en detrimento de la expresividad emocional, y mientras el primero se despliega irrefutable ante mis ojos, visiono en mi imaginario ensayos y exhaustivos entrenamientos que derivan en esa belleza formal. Como espectadores nos es sencillo juzgar lo que vemos con la liviandad de quien se sienta en la butaca a exigir entretenimiento, pero en el caso del ballet es en el proceso donde radica el dolor, la alegría y el humano esfuerzo responsables de esa belleza que por perfecta apariencia nos resulta ajena.
Pienso en qué busca un espectador de ballet, qué pretende de un arte donde su rol y reacciones están casi planificados en el libreto: el público sabe que debe aplaudir luego de cada solo porque la misma reverencia del intérprete reclama ese reconocimiento. En el saludo final se respeta la jerarquía de los bailarines menos expuestos a los protagonistas, la bailarina principal recibe su ramo de flores y el bailarín a su lado le hace una reverencia. Más allá de que no comparto el saludo, me quedé esperando el ramo para él.
La historia no es el centro, lo importante es la forma en que se va tejiendo. Caricias vacías, muertes coreografiadas, besos de porcelana. Un arte clásico que mantiene su trascendencia en un contexto que desmenuza cuanta forma existe: deforma, reforma, transforma. El arte se escapa de las salas, de las academias, de la perfección y hasta del intelecto: se actúa sin haber estudiado teatro, se baila sin haber nunca pisado un escenario, se escribe sin tutores, se pinta sin pinceles... Y el ballet mantiene su historia y raíces firmes, nos sigue convocando, demostrando que los seres humanos aún aspiramos a la belleza, a aquello que deslumbra a la retina y nos vuelve admiradores de quien eso genera.
Me levanto de mi butaca sin apuro, escuchando atentamente los comentarios de otros espectadores: menciones a la pequeña diferencia entre los vestuarios de las bailarinas principales, lo accesibles de las entradas; se retoman conversaciones que quedaron colgadas cuando bajaron las luces, se revisan las redes sociales a ver "qué tanto me perdí" en estas dos horas intervalos de por medio.
Decido quedarme con el ballet como excusa para encontrarnos desde lo bello, desde el admirar el trabajo de ese otro que además me va a dar tema de conversación para la cena.